No puedo evitar, a la hora de redactar una lectura creyente de la realidad, partir del hecho de la catástrofe de Haití. Ciertamente podría poner mis ojos en otra cuestión menos comprometida pero no me parece decente volver la vista hacia otro lado. Más aún cuando las desafortunadas declaraciones de un obispo han hecho que cuestiones teológicas hayan ido a parar a las páginas de los diarios y a los informativos de radio y televisión.

El mismo día del terremoto me llamó una amiga y, tras contarme su llanto al ir oyendo las noticias, añadía: “no me extraña que ante estas cosas mucha gente deje de creer en Dios”. Recordé entonces que, hace ahora algo más de 250 años, el terremoto de Lisboa causó una grave crisis de fe. No porque fuera el peor de la historia sino porque se ocuparon de él filósofos y pensadores. Como se ha escrito, “el terremoto de Lisboa curó a Voltaire de la teodicea de Leibniz”.

Estamos sin embargo en 2010 y parece que ya estamos curados de espantos. Hemos vivido en el siglo pasado tantas desdichas, catástrofes tan devastadoras, que la fe de los que creen no parece que pueda ya resentirse por una nueva. Sin embargo el envite vuelve a presentarse y de nuevo aflora la pregunta en comentarios y entrevistas: ¿como se compadecen las imágenes que hemos visto con el Dios bondadoso y solícito que predicamos? Hoy como ayer buscamos argumentos y palabras que desde el principio sabemos que sólo pueden aproximarnos a una respuesta.

Hay un pueblo desafortunado -quizá ahora más que nunca- cuyo único y gran papel en la historia ha sido introducirnos en la lectura creyente de la realidad. Es el pueblo judío. Sus peripecias no son distintas de las de otros grupos humanos. Pasar del nomadismo a la agricultura, sufrir situaciones de hambruna, recurrir a la emigración y sufrir la enemistad y la persecución de los anfitriones, buscar una tierra nueva y luchar por conquistarla, dotarse de instituciones… Nada de todo eso sería relevante si no hubiera ido acompañado por una reflexión creyente, con el convencimiento de que Dios estaba en todos aquellos avatares. Esa lectura, primitiva y un tanto torpe al comienzo, va ganando en hondura y fineza con el paso de los siglos. Al final sin embargo se encuentra con el muro de la desdicha humana, que es el muro del misterio. Hay un momento en que no se puede pasar más allá. El libro de Job es la expresión más elaborada de esa situación. Sólo cuando Job, después de expresada su amarga queja, se entrega a ese misterio que le sobrepasa, vuelve a encontrar sosiego para su vida.

No alcanza una respuesta al sufrimiento pero sí al menos establece dos cosas previas. En primer lugar, afirma su inevitabilidad. “Es imposible no tener contacto con el sufrimiento, a no ser que se quiera rechazar la vida, cortando toda clase de relaciones y haciéndose invulnerable… Cuanto más fuertemente afirmemos la realidad, cuanto más estemos incluidos en ella, tanto más profundamente nos veremos afectados por esos procesos de muerte que nos rodean y penetran en nosotros por todos lados” (Dorothee Sölle). En segundo lugar, constata que sólo la mística puede marcarnos el camino.

Pero volvamos a la cuestión del comienzo. Quien resulta tocado por el terremoto de Haití es Dios mismo. Dios que, como decía Epicuro, no parece poder salir del dilema de no ser bueno o no ser todopoderoso. Pero ¿qué sabía Epicuro, que sabemos nosotros de Dios? A Dios nadie le ha visto nunca. Hay que tomar en serio esa afirmación de San Juan. Y también la siguiente: su Hijo nos lo ha revelado. Sólo mirando a Jesús de Nazaret podemos saber algo de Dios porque en sus palabras y acciones, en su vida, se transparenta cómo es el Dios que habita en una luz inaccesible.

Acabamos de vivir la Navidad, el comienzo de un camino hacia la Pascua. Jesús niño ha acompañado nuestras celebraciones. Pero quien las ha presidido, quien es en ellas una figura permanente, es el Crucificado. Quien le mira, ve a Dios, que no puede preservarnos del mal pero quiere compartirlo y acompañarlo, librarnos de su rostro ciego y sin sentido. Los místicos lo han comprendido siempre y en cualquier noche oscura han salido -su casa ya sosegada- hacia una luz a la vez presente y prometida. Pero ya Rahner dijo que todo cristiano de nuestro siglo tendría que ser un místico. Alguien que se ha tropezado con el misterio de la vida y de la muerte, que se ha sumergido en él y ha podido, en medio de las sombras ver el resplandor de la gloria y de la promesa de Dios.

Señor, ayúdanos a experimentar -a otear, a ver, a palpar, a gustar- que tu Reino está en medio de nosotros, en todos los momentos, en todas las situaciones.

Pero ¿cómo comunicar esa imagen de Dios a quienes no le aceptan, a quienes creen hacerle incluso un favor negando su existencia? ¿a quienes piensan: mejor para él y para nosotros si no existe? Diría, si me cuestionan: Dios no está en el movimiento de las placas tectónicas. La tierra está en movimiento, produce árboles y plantas y también terremotos; distribuye lluvias pero también incendios; es causa de vida y de muertes. Sólo indirectamente es ése el lugar de Dios. Su lugar verdadero está en la com-pasión que se ha desatado hacia Haití. Dios está en la solidaridad abundante, en el compartir generoso. Se pensará que se trata de sentimientos normales, de una compasión que es inherente al ser humano. ¿Y por qué? ¿no sería más bien al contrario? Quienes tantos años han tolerado un Haití dejado de la mano de Dios ¿por qué se convierten ahora en sus manos y sus brazos? ¿no deberían estar contentos de que desapareciera en gran medida? La literatura económica más realista-y acaso por eso más cínica- ha sostenido siempre que sobran muchos pobres en este mundo. Sin duda habrá quien se haya alegrado de que la naturaleza ayude a eliminarlos. Y sin embargo la solidaridad se ha manifestado abundantemente. Es la presencia de Dios, de su Espíritu. “Benditos de mi Padre: tuve hambre y me dais de comer, estoy desnudo y me vestís, huérfano y me acogéis, sin casa y me la reconstruís”. ¿Dónde está Dios? En los voluntarios que estaban allí y allí siguen; en los bomberos que salvaron a un niño levantando escombros con sus manos; en los actores de Hollywood que donan millones de dólares; en la viejecita de una parroquia que pregunta dónde se puede aportar. Y en todos nosotros si escuchamos esta voz dramática de los pobres y no dejamos que de nuevo se apague.

He leído estos días un viejo texto de José María Fernández-Martos. No puedo por menos que reproducirlo al final de mi propio texto: “Señor, que nos alcance tu compasión y viviremos (Sal 119, 77). Que tu compasión por el dolor de tu pueblo sea la nuestra. Que en realidad compartamos el sufrimiento de los que están presos (Heb 10, 34). Que se nos cuele en las entrañas y nos pongamos a la obra de hacer habitable este mundo ‘haciendo justicia a pobres e indigentes, porque eso sí es conocerte’ (Jer 22,16) ‘Ya veo, Señor, que gritarte no basta; tengo que apresurar tu venida (2 Pe 3,11), permitiendo que tú hagas visible en la honestidad de mi vida tu bondad y tu amor por los hombres’ (Tito 3,4) ¿se ve en nosotros, los que decimos hablar contigo, que nos vas haciendo como Tú eres, compasivo y clemente, misericordioso y fiel, que conservas la misericordia hasta la milésima generación? (Ex 34,7) ¿Tenemos la cara radiante al hablar contigo? (Ex 34,29) ¿Por qué, Señor, los que decimos creer en ti somos, para tantos, tan poco creíbles? Deja, Señor, que la vida de Jesús se transparente en nuestro cuerpo (2 Cor 3,18). Todo esto, señor, hazlo en nosotros por amor a tu pueblo, para que los paganos sepan que Tú eres el señor, cuando les muestres tu santidad en los que decimos ser tuyos (Ez 36,23).

Anda, Señor, anímate; cosas más difíciles has hecho”.