Primera noche tras terminar el campo de trabajo en Basauri. Vuelta a la rutina, a las obligaciones del día a día, vuelta a nuestra libertad y a casa. Insomnio. Muchas emociones concentradas, el recuerdo de las situaciones vividas, de los olores, de las imágenes, las lecciones de vida aprendidas…todo busca dónde ubicarse en la cabeza, que no para de dar vueltas.

Y recuerdo aquella primera opinión que nos pidió Jorge en la sesión de formación previa: ¿Qué es para ti la cárcel? Sólo cinco palabras. Y veo cómo esas palabras han cambiado tras la experiencia con los presos. En aquella primera aproximación a la idea de la cárcel, en mí destacaba con fuerza la palabra “miedo”: miedo a los presos, miedo a lo desconocido, miedo a mis propias reacciones cuando sabes que estás ante gente que ha cometido delitos que les han llevado hasta allí, miedo a no saber muy bien qué hacer, a meter la pata en mis comentarios con ellos,  miedo…Hoy, sólo unos días después, me sorprendo de mi propia transformación de la palabra cárcel, donde ya el miedo ha desaparecido como núcleo central. Ahora la cárcel ya no es “Miedo”, “Incertidumbre” y “Angustia”.

La experiencia de la cárcel es difícil de resumir. Pensaba que ir a la cárcel era entrar en “un mundo sin reglas”, más allá de las propias que establecen los funcionarios y la legislación y eso es lo primero probablemente que me llamó la atención, porque está muy lejos de la realidad. La cárcel tiene reglas, muchas, muchísimas…sus propias reglas, distintas y desconocidas para el mundo fuera de los muros. ¡Hay reglas hasta para el parchís distintas! Y reglas de convivencia propias, de respeto entre ellos, de solidaridad. Muchas reglas, porque cada pequeña cosa allí vale un mundo (¡nunca pensé que un cigarro podía “valer” tanto!).

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Me sorprendió también cómo la cárcel es para muchos un sumidero de esperanza, que acaba desgastando, hasta un punto en que ellos mismos no recuerdan los derechos y la dignidad que les caracteriza como personas. En esa línea recuerdo que uno de los internos me decía que los voluntarios éramos los que llevábamos la alegría y la esperanza a la cárcel, donde sentían que no importaban a nadie. Que allí todos los días son iguales. Que el tiempo pasa desesperantemente lento y hay que “matarlo” con parchís, con cartas, con ajedrez, con palas… Vi en ese comentario la importancia de la labor de muchas personas (Jorge para mí como rostro más visible) que de manera constante dedican parte de su vida a ser esperanza para estos olvidados de la sociedad.

Y en medio Dios, que nos da oportunidades siempre de acercarnos a él a través de los pobres, de los excluidos.

Dios, que se hace visible en cada rincón de la cárcel y, de manera especial durante la misa. En la cárcel la Eucaristía se convierte en una experiencia casi mística: de compartir entre hermanos que se sienten verdaderamente iguales, el cuerpo y la sangre de Cristo y la vida tal cual, sin filtrar, que se presenta como ofrenda ante el altar. Me dio la sensación de que la Misa es, para los presos, la experiencia más cercana a la libertad que viven allí dentro, donde pueden compartir libremente sus experiencias, sus frustraciones y su soledad (Misoterapia, como alguno comentó muy acertadamente).

Doy gracias por la experiencia, por haber podido compartir tanto y aprender tanto, con “los de dentro” y con “los de fuera”.

Doy gracias por el poso que este campo de trabajo ha dejado en mí,  y porque Jesús me recuerda, siempre que me dejo, que verdaderamente merece la pena seguirle.