MEDITACIÓN PARA UNA TARDE DE VIERNES SANTO

Esta es la tarde del gran silencio. Una tarde en la que no se escucha ninguna palabra ni ninguna voz que proceda del cielo o de la tierra. Los hombres callan ofuscados por la confusión y la incomprensión de ver colgado del madero de la ejecución a aquel hombre bueno, que recorriendo los caminos tortuosos de su Palestina había curado a enfermos, devuelto la vista a ciegos e incluso resucitado a muertos. Muchos de los que se habían decidido a hacerse discípulos le seguían de cerca, pero en silencio; otros, en cambio, los más temerosos, lo habían dejado solo buscando algún escondite que les asegurara su integridad física.

Mas, por muy extraño que nos resulte el silencio de los suyos, más atónitos nos deja el silencio del cielo. Los cielos no se rasgan para dejar pasar la voz del Padre que lo confirme como su Hijo, tal como sucediera en el Jordán o en el Tabor. El Calvario, en aquella tarde, se hacía cómplice del silencio celestial que, aparentemente, venía a dar la razón a los que lo habían condenado a muerte. Quizás la ausencia de palabras, en un momento tan crucial, sea la razón de nuestra pregunta en esta tarde de Viernes Santo: ¿POR QUÉ MUERE JESÚS?

Es evidente que la muerte de Jesús no fue el resultado de un accidente fortuito, ni la consecuencia de alguna patología que anidara en su mente, sino el resultado de su compromiso profético, el cual no sólo no le aconsejaba huir de las situaciones adversas, sino que las aceptó viviendo la vulnerabilidad propia de los mortales.

Una lectura atenta de los evangelios nos permite descubrir tres características que definen la vida y misión de Jesús como el ungido de Dios, venido para realizar su plan entre los hombres. Éstas son:

Ø El desprecio hacia cualquier tipo de poder, incluso el religioso.

Ø Una voluntad humanizadora

Ø El coraje de mostrar un Dios diferente.

En efecto, Jesús empieza su misión en el desierto, despojado de todo poder. Para él, ser Mesías no es otra cosa que ser hombre de verdad. Así lo deja entrever con toda claridad Juan desde el inicio de su evangelio: “Y la Palabra se hizo carne”, una humanidad que donde mejor se descubre es en aquel “hombre de dolores” ( El Ecce Homo), el hombre frágil que Pilatos devuelve al pueblo, después de haber azotado y humillado públicamente.

Con su obrar Jesús pone al descubierto las mentiras a las que llamamos ‘riqueza’, ‘poder’ o ‘éxito’, que son las que ocultan al hombre su propia fragilidad, y hacen que se crea capaz de convertir en realidad su deseo ilimitado. Jesús muere, en cambio, por haber vivido hasta el final la verdad del hombre; es decir, su propia fragilidad.

En segundo lugar, Jesús muere porque resultaba ser un Mesías demasiado humano para su pueblo. No era esta figura de Mesías la que esperaban los hebreos. No es casualidad que Jesús jamás se atribuyera a sí mismo el título de Mesías o ungido de Dios; más bien se refería a si mismo con el apelativo de “Hijo del hombre”; y es que, como ha escrito un teólogo de hoy, “tan humano, tan humano sólo podía ser Dios”. Su mesianismo fue humanizador porque no segregaba, sino que integraba: integra a los leprosos en la sociedad, integra a la pecadora, al hijo pródigo, a la oveja perdida y a tantos y tantos otros con los que se encontró por el camino.

Finalmente, Jesús fue condenado a muerte porque tuvo la valentía de revelarnos un Dios diferente. El Dios de Jesucristo es el Dios de la misericordia no el del sacrificio. Su práctica, coherente con esta imagen que tenía de Dios, escandalizó a los oficialistas de la religión y lo criticaron hasta la muerte por identificarse tanto con este Dios, que se atrevió a llamarle Padre; una paternidad deseosa de abarcar a todos los humanos. Revelar la voluntad de Dios había sido la causa de muerte de muchos profetas hebreos y Jesús, el último de los profetas, no podía ser una excepción.

Estas son tres de las principales causas por las que murió Jesús. Pero él, consecuente con su misión y con el modo de realizarla, experimenta de nuevo en el Calvario la tentación del poder, cuando escucha aquellas voces que le piden que demuestre su divinidad bajando de la Cruz, tentación que rechaza, como había hecho en el desierto, persistiendo en el combate del hombre frágil, sin esconder su fragilidad ni detrás del poder divino ni del humano, simplemente aceptando el silencio del Dios cercano, con más dolor si cabe, pero también con una confianza ilimitada y con la certeza de que el deseo del hombre sólo encuentra su plenitud en la verdad de Dios.

Pero, esta meditación, hermanos, situados al pié de la Cruz, no puede terminar hoy; si así fuera los cristianos seríamos los más desgraciados del mundo, ¡pero no! La desnudez de la Cruz, bajado ya el cuerpo de Cristo, nos invita a esperar la última palabra que el Padre guardaba a favor de toda la humanidad. Esta palabra de verdad tiene un nombre: Resurrección.

Guardemos todavía el silencio de este Viernes Santo en nuestro interior, preparándonos para celebrar juntos, mañana por la noche, el mayor de los acontecimientos cristianos: la glorificación del Crucificado. A partir de entonces ya no seguiremos al crucificado a secas, sino a aquel que, glorificado por Dios y sentado a su derecha, nos acompaña en nuestras vidas de cada día para hacer más llevaderas nuestras pequeñas cruces.

Miquel Gual Tortella.