Acaba el semestre. Se sientan uno a uno, delante de mí, como una película, los alumnos para revisar el examen. Yo miro sus caras, sus expresiones. Les pregunto, con disimulo, su apellido. No quiero que sepan que no soy capaz de recordar sus nombres. Saco el examen y veo sus rostros de circunstancia. Una nota baja, o quizá no, rotula en rojo el encabezado del documento. Saben que no hay mucho que hacer.

Les explico una por una las preguntas. Lo que debían haber puesto y lo que han escrito. Ellos, ellas, asienten en silencio. Alguna vez protestan, o piden más explicaciones. Yo me resisto a dialogar, tan solo escucho. Y al final, la historia. Sucede a veces. Me cuentan con espontaneidad que es su convocatoria tal o cual, que no pueden leer el Trabajo Fin de Grado. Que no pueden pagar otra matrícula. Que qué se puede hacer. Yo les quito hierro, hago bromas, pero sé que esto no es sencillo para nadie.

Algún compañero me ha dicho que tienen que estudiar más. Que no hacen nada. Que nosotros a su edad… Que se merecen la nota. Yo no lo tengo nada claro. Solo sé que delante de mí se sientan personas, que todas encierran historias y secretos, y circunstancias y hechos que están en tu corazón únicamente. Que los demás miramos como por el brocal de un pozo, que oímos ecos, pero ni sabemos la profundidad ni vemos con certeza la luz reflejada en el agua que seguro los habita.

A algunos los ayudé, solo a algunos. Y te pido internamente, cuando se han marchado y el despacho queda muy vacío, aprender a distinguir los reflejos de tu luz como aleteo imperceptible detrás de cada mirada.