Lo primero que me viene a la mente al rememorar mi vida profesional es un gran sentimiento de gozo, de ilusión y de alegría por las características peculiares de mi trabajo. Sentimiento que, con matices, sigue siendo algo presente, actual y mantenido al día de hoy, tras 8 años de dedicación. Soy educador en un centro educativo que surge por iniciativa de una institución religiosa, dedicado a recuperar y restañar las personas, chicos y chicas, que, por circunstancias (familiares -familias desestructuradas-, institucionales -escuelas e institutos incapaces de atenderlos-, ambientales -la calle…-, personales, etc) fracasan en la ESO, o mejor, fracasa el sistema que no sabe, no quiere, o no puede en muchos casos -que de todo hay- arbitrar medidas adecuadas y necesarias para estos chicos.

Tiene este proyecto, el formato de escuela; una escuela especial, hasta el punto de no encontrar una formulación legal dentro del actual sistema educativo español, que satisfaga nuestra idiosincrasia. Hecho que tiene la ventaja de poseer un amplio margen de maniobra en el diseño y en el desarrollo del currículo, de las medidas que consideramos oportunas. La mayor desventaja consiste en estar siempre pendientes de un hilo de cara a la permanencia y la continuidad.

Pese a la iniciativa del instituto religioso del que dependemos y al sostenimiento por parte de la administración educativa, el proyecto no sería posible sin el equipo humano que lo forma. Lo cual pone de relieve que el mejor recurso en educación son todos y cada uno de los educadores, y no (sólo) los medios materiales, los recursos, los enfoques pedagógicos o los tecnológicos. Creo que esta es una clave fundamental y descubrirlo me ha permitido seguir viviéndolo como experiencia gozosa (lo cual, en educación, y en ese tiempo de vida laboral supondría ya los primeros síntomas del ”burn out”, o profesor quemado).

Desde aquí voy viviendo como convicciones y como llamadas

  • La necesidad de cuidarse y cultivarse personalmente, en todas las dimensiones para asegurar un planteamiento ético en esa influencia que ejercemos; querámoslo o no, educar es influir, y se influye desde el ser, desde lo que realmente se es).
  • La necesidad de esforzarse en aprovechar los talentos y cualidades del equipo humano, en vez de esforzarse en resaltar o criticar los defectos. Hoy el trabajo en equipo sigue siendo una asignatura pendiente en nuestra cultura, y por supuesto en nuestras profesiones.
  • La necesidad de hacer una aplicación flexible de la ley educativa (en este caso) sea ésta cual sea, y también de conectar legislación y realidad, mundos tan distantes a veces.
  • La urgencia de ejercer un modelado positivo e integral y de generar conocimiento en medio de una sociedad, escuela incluida, empeñada obsesivamente en transmitir información.

Llamadas, que percibo como realidad pero también como tarea.

Creo, efectivamente, que hay toda una revelación de Dios en el ejercicio de la profesión. La vivencia más nítida en mi caso, por lo intensa y por lo cotidiana es la del Dios entrañable que siempre acoge, perdona, ofrece otra oportunidad aún a sabiendas de que volveremos a fallar o el éxito será sólo parcial. Para mí ésta es la esencia de la relación educativa: estar siempre dispuesto a acoger, a ofrecer otra oportunidad, tal como Dios mismo hace con nosotros, conmigo, sin tirar la toalla, sin dar nada por perdido. Lo cual necesita como requisito previo, entrar en relación, vincularse. Esto no significa convertirse en colega. Es como la historia de salvación que también, en parte, ha operado en nuestra historia personal: entrar en relación, vincularse, sentirse acogido, querido y perdonado -pese a las propias limitaciones- por Dios. A mí me ayuda a mantener la ilusión, re-armarme de paciencia, relativizar los fracasos…, y aportar alguna luz a las personas que viven en una realidad deteriorada por el universo particular en que viven. A los resultados me remito. Al final, lo que les queda es esto, y no tanto los contenidos: un estilo de ser, de relacionarse, de gestionar su vida, sus conflictos…

Pero me cuesta adoptar un ritmo que propicie pasar estas vivencias por la fe, fuera del grupo o de los espacios que la propia institución destina a ello. El “plan de vida y acción y la revisión de vida” o el sencillo compartir con los miembros del grupo son medios privilegiados que me han servido para tomar conciencia y saborear el potencial que puede tener la profesión, y que me habría perdido, seguramente, de no contar con ello. Por eso, pese a los esfuerzos de planificación -pues los hijos van llegando- merece la pena cuidarlo.

También he vivido momentos más críticos, a veces motivados por conflictos no resueltos, en donde me ha costado leer en clave creyente las vivencias de mi trabajo.