Un compañero, profesor de biología de la UEx, usaba esta tribuna recientemente para mostrarnos magisterialmente que el bicentenario de Darwin suponía el rechazo de todo posible diálogo y encuentro de ciencia-fe, basándose en un teólogo y científico, y especialmente el concepto de creación cristiana como algo insostenible desde la teoría de la evolución que nos entrega al azar y nos despierta de todo sueño antropocéntrico. Para él la evolución ha terminado con el concepto de creación.
Pero me da la sensación de cierta desinformación teológica, cosa no difícil en este saber tan especializado que es el que dogmáticamente estamos imponiendo en nuestras universidades. Aclaremos el concepto teológico de creación aunque Darwin lo tenía claro cuando en una de sus cartas afirmaba: «Me parece absurdo dudar que un hombre pueda ser, a la vez, un teísta ardiente y un evolucionista… Contestando a su pregunta le diré que mi opinión fluctúa a menudo. En las fluctuaciones más extremadas no he llegado nunca a ser un ateo, en el sentido de negar la existencia de un Dios. Creo que en general (más y más según me hago viejo) aunque no siempre, la descripción más correcta de mi postura es la de agnóstico».
¿Qué se entiende por crear? Durante siglos, la teología operó con un concepto de creación que la interpretaba como «producción de algo a partir de nada»; esto era lógico en una cosmovisión estática. Ahora bien, las cosas cambian cuando nos encontramos con una cosmovisión evolutiva en la que la noción clásica de creación no es aplicable a casi nada de lo existente, pues casi todo procede de algo, no de nada; falta así la nota específica de la definición tradicional (la ausencia de materia preexistente sobre la que se ejerce la acción creadora). ¿Como concebir la creación en un mundo en evolución? Indudablemente ha tenido que haber una «producción de algo desde la nada; al primer existente fuera de Dios le sigue conviniendo esta noción de creación. Pero a partir de ahí entraría en juego otra modalidad creativa, esto es, otra forma de actuar exclusiva y absolutamente divina, para dar el ser a las cosas. Allí donde surge algo inédito, cualitativamente distinto, mayor y mejor que lo anterior, allí surge algo que, por hipótesis, supera la capacidad operativa de lo ya existente y, consiguientemente, demanda otro factor causal, amen del empíricamente detectable: para el creyente la acción creadora de Dios.
Cuando la teoría de la evolución es pensada a fondo y coherentemente, en el decir de muchos científicos, se cae en la cuenta de que lo que en ella se afirma es que se da en la historia de lo real un proceso de autodesarrollo progresivo, un permanente plus-devenir, merced al cual los seres se autotrascienden, rebasan su umbral ontológico, van de menos a más. ¿Cómo es ello posible? ¿Cómo lo más puede salir de lo menos, siendo así que nadie da lo que no tiene? La respuesta no puede hallarse en la sola causalidad creada, salvo – claro está – que se adscriba a la materia misma la facultad de autotrascenderse o se endiose el azar; tiene que estar la causalidad divina; una causalidad no inferior en rango ontológico a la de la productio ex nihilo (desde la nada) y que, por tanto, ha de ser llamada creación.
Al actuar esa causalidad creativa, Dios opera desde dentro de la causalidad creada informándola, potenciándola para hacer factible que ella misma traspase su límite. Pero la acción divina no interrumpe la secuencia de las causas intramundanas, no se intercala en la cadena como un eslabón más; de hacerlo así, Dios se degradaría, pasando a ser él mismo una pieza más del mecano universal. La acción de Dios, por tanto, no es perceptible – no puede serlo – fenomenológicamente. Sin embargo, la suya es una causalidad hasta tal punto efectiva que es ella la que posibilita el proceso del plus – devenir de lo real, que de otra forma quedaría inexplicado, a falta de razón suficiente.
Dicho cuanto antecede, es claro que la teoría de la evolución no excluye la doctrina de la creación. Evolucionismo no se opone a creacionismo; se opone a fixismo. Y el creacionismo puede expresarse tanto en términos evolucionistas como en términos fixistas. Cabe incluso añadir algo más : con no pocos científicos y filósofos de la ciencia, conviene recordar que la teoría de la evolución es descriptiva, no explicativa ; que no hace inútil, sino que postula una reflexión sobre el cómo y el porqué del fenómeno evolutivo ; que esta reflexión puede desembocar en modelos (dualismo, monismo espiritualista o materialista- fisicalista o emergentista-, creacionismo…) ; que en suma, el concepto «creación» pertenece al ámbito del discurso explicativo, meta – físico y responde a la pregunta por el ser ¿por qué es algo y no la nada ?, mientras que el concepto «evolución» pertenece al ámbito del discurso descriptivo, físico, y responde a la pregunta sobre el aparecer (¿cuándo y cómo aparecen estas cosas y no otras ?). No podemos elevar el azar biológico al terreno de lo metafísico para poner en él la causa última de lo que somos y esperamos, pues entonces estaríamos pasando del cómo al por qué de un modo ilícito, ahí no cabe la razón experimental, sino lo opción que todos tenemos que tomar metafísicamente. En este terreno el compañero parece presentarse como devoto e hijo del azar y yo siento que lo soy del Padre Dios.
José Moreno Losada.
Profesor de la asignatura «Hombre y Dios» En la UNEX.