Son muchos los envites que uno recibe, con demasiada frecuencia, sólo abriendo la prensa escrita o escuchando otros espacios informativos a lo largo del día, a responder a cuestiones tan importantes como la afirmación de la existencia o negación de Dios; una cuestión que, rompiendo el ámbito de la Teodicea o de la Teología está llenando los laterales de autobuses públicos en ciudades importantes de Europa. Unos laterales móviles que mientras sirven a unos como barreras propagandísticas donde explicitan públicamente su ateismo – y no su agnosticismo, cuando éste parece estar más acorde con un planteamiento racional -, ofrecen a otros la ocasión para responder confesando la utilidad de Dios en sus vidas. Si frívolo me parece lo primero, ya que como bien decía el teólogo Rahner sólo se niega lo que se ha afirmado, ridículo me parece el intento de contestar, queriendo salvar la utilidad de Dios, de aquellos que caen en la trampa tendida. Pienso que tanto unos como otros están planteando mal la cuestión sobre Dios para el hombre y la mujer de hoy; probablemente sus argumentos, a favor o en contra, son más propios de aquella teología, ya pretérita, que de la que supieron presentar, desde otra perspectiva, los autores de “La Nouvelle Théologie”, aportaciones que fueron la base del mensaje renovado que nos dejó el Vaticano II, tanto sobre Dios como sobre otras cuestiones teológicas.


¿De dónde parte, pues, la nueva visión sobre Dios? La pretensión primera de una teología renovada no recae sobre la preocupación por querer defender o salvar a Dios, cuando Dios no necesita que lo salvemos; éste fue un quehacer más propio de la teología racionalista del siglo XIX y parte del XX que ya se da por superada. Hablar de Dios desde otra perspectiva implica, a mi modo de entender la teología hoy, partir de la humildad confesada y del hombre como predilecto de Dios. Primeramente, la humildad de saber reconocer lo que en otro ambiente eclesial supieron afirmar los padres del Concilio en “Gaudium et Spes”, en donde, aunque a modo de síntesis, pero sin faltar a la profundidad, se descubre una Iglesia que desde su pobreza hace no sólo una interpretación religiosa del ateismo sino que, dejándose interpelar por el mismo hecho, reconoce que no todas las causas que lo explican son meramente externas, sino que, muy probablemente, su pecado haya podido favorecer su desarrollo a lo largo de la historia (GS, 21). El Concilio, sin rubor alguno, confiesa en este número dos virtudes grandemente evangélicas, la humildad y la pobreza; dos condiciones imprescindibles para una nueva evangelización que, a su vez, abren una puerta para el dialogo tanto con quienes profesan otros credos, como con los que, quizás sin ser demasiado conscientes de ello, lo están buscando.

La otra base para un discurso renovado sobre Dios, que sea al mismo tiempo significativo para el hombre de hoy, no queda constituida ni por el argumento cosmológico ni por la preocupación por llegar al conocimiento abstracto de la verdad, sino por el hombre concreto entendido como sujeto histórico amado de Dios. Probablemente sea en la convicción de que Dios no es el elegido por el hombre, sino el que elige al hombre para convertirlo en su interlocutor, donde se juegue el sentido o no sentido de una afirmación teológica para el hombre/mujer de hoy. Resulta extraña a la mentalidad actual cualquier disertación que se pierda en abstracciones o en preocupaciones faltas de concreción. Consciente o inconscientemente todos hemos sido marcados por la orientación histórica y existencial que ha seguido el pensamiento moderno. Ya no valen las afirmaciones abstractas si la fe confesada no conduce al compromiso con el hermano que sufre o padece una marginación, aunque no justificable desde los parámetros de la ortodoxia. Desde esta perspectiva teológica, la utilidad egoísta de Dios queda transformada en gratuidad divina y la lejanía del Absoluto abstracto se hace presencia histórica y pasión por el hombre concreto que por caminos acertados o sin acierto busca experiencias de felicidad y de plenitud. Es en este hacerse antropológico donde la fe en Dios-Amor puede aportar, sin pretensiones de superioridad ni de seguridad, su rayo de luz a este mundo humano que se está haciendo, para el cual Dios, más que como sombra oscura, se proyecta como horizonte hacia el que el hombre camina y caminando hacia Él se hace, cada vez, más hombre y más humano.

Miquel Gual Tortella.

Profesor del CESAG.