EL ESPECTÁCULO Y LA ESENCIA
Algún teólogo se ha preocupado de argumentar distinguiendo entre la sustancia del cristianismo y el espectáculo que la acompaña.
Cualquier movimiento, cualquier religión -más si es milenaria- produce un lenguaje, unos rituales, unas formas que son siempre relativas y muchas veces prescindibles.
Pero ocurre que en el caso de la religión católica –acaso como consecuencia del nacionalcatolicismo- los medios de comunicación social y algunos comentaristas se encarnizan con el espectáculo del catolicismo sin atender nunca a la sustancia.
De este modo, al cumplirse cada una de las estaciones del año no falta nunca un periodista ilustrado que descubra que la Navidad se acogió a la fecha de una fiesta romana, que articule en su momento algunas bromas sobre el precepto de la abstinencia de carne o se permita ironizar a propósito de la Inmaculada Concepción, confundiéndola con un tema sexual. No hace falta recordar el fácil blanco que ofrecen los obispos, con sus títulos arcaizantes y sus ropajes más arcaicos aún. Si a eso se añade el cebo que ofrecen asuntos como las inversiones en Gescartera o el despido de algunos profesores de religión, se habrá documentado someramente una situación en la que el espectáculo continúa –aunque degradándose- y la sustancia desaparece absorbida en ese torbellino.
Para muchos creyentes es ésta una situación incómoda. Si siguen manteniendo su fe es porque la tienen en el mensaje del cristianismo pero se ven, sin poderlo remediar, abocados a ponerse de parte de un espectáculo que en gran medida rechazan. Es verdad que tales creyentes estarían contentos viendo a la Iglesia fiel a la esencia de su mensaje y dispuesta a despojarse de todo lo demás. “A quien te pida la capa dale también el manto”, dijo Jesús. Y también: “A quien te pida que le acompañes una milla acompáñale dos”. La Iglesia debería desembarazarse de muchos mantos para, ligera de equipaje, ofrecer su sustancia.
A caballo entre los siglos XV y XVI, un tiempo de decadencia eclesial y de turbulencias políticas, hubo un hombre que predicó un mensaje de conciliación y tolerancia. Crítico de lo que consideraba supersticiones y fanatismos, defendió que la Iglesia debería ser “maestra de libertad”, centrándose en “el amor mutuo, que es el único precepto del Evangelio”. No es de extrañar que sus ideas le condujeran a un permanente nomadismo ni que fuera tildado muchas veces de “protestante”. No lo fue, sin embargo, aunque sí hijo de un tiempo ante el que se sentía responsable.
Un grupo de cristianos, acogiéndonos a ese nombre nos hemos propuesto animar a que en los medios aparezca el espectáculo -¡qué remedio!- pero también tenga cabida la sustancia. Sobre todo porque saben que ésta alimenta miles de experiencias enriquecedoras para sus autores y para muchos otros.
Creemos que El País dedica mucho espacio al espectáculo y apenas algo, de cuando en cuando, a la sustancia. Por eso nos gustaría que diese publicidad a nuestra determinación..
Grupo Erasmo, Madrid 2000